eritas, 19/06/07 - principios del verano de 1956 mi madre empezó a trabajar en una empresa y conoció a un hombre del que se enamoró perdidamente. Ella tenía 42 años y ya había abandonado la idea de formar una familia; estaba resignada a ser una solterona pero él le devolvió las ilusiones perdidas; le habló de amor, de matrimonio, de un proyecto de futuro en común. Y ella se entregó a él totalmente.
Mantuvieron relaciones sexuales y, enseguida, mi madre se quedó embarazada. Pese a que era un contratiempo, ella pensó que lo único que había que hacer era adelantar la boda. Eran dos adultos, no había que pedir permiso a nadie, tenían trabajo y, por tanto, podían casarse sin más demora.
Cuando confirmó el embarazo, mi madre se lo comunicó contrariada pero, a la vez, ilusionada a su novio y él se derrumbó. Le confesó que estaba casado, que tenía dos hijos, por lo que, lógicamente, no podía casarse con ella; pero que buscaría una solución.
Mi madre se quedó destrozada, angustiada y sin capacidad de reacción.
Una tarde, su novio fue a buscarla y la llevó a la puerta de una casa. Le dijo que entrara, que la estaba esperando una señora que la ayudaría a resolver el problema, que ya estaba todo arreglado.
Lo único que hacía falta era deshacerse de la criatura y seguir adelante con su relación. Su mujer estaba en otra ciudad y él podía estar con una y con otra. Eso sí; tenía que ser muy discreta porque el aborto- que era la solución que él le proponía- era clandestino y la señora que lo practicaba les hacía un favor, aunque fuera cobrando.
Mi madre se negó absolutamente a todas sus propuestas; rompió con él y decidió que tendría a su bebé.
En aquella época, ser madre soltera era un estigma; cuando lo comunicó a su familia (en ese momento vivía con su hermano y su cuñada), la echaron de casa. Ella buscó una residencia maternal y se instaló allí durante el embarazo; trabajaba y vivía en la residencia con otras embarazadas. Se le ofreció la posibilidad de dar el bebé en adopción, pero ella tenía muy claro que lo quería; era SU BEBE, lo más importante que le había pasado en la vida.
Cuando llegó el momento del parto, estuvo sola; el parto fue muy difícil y complicado, quizá porque era mayor para ser primeriza; yo estuve en peligro de muerte pero sobreviví; la comadrona que atendió el parto, en cuanto salí de peligro, me llevó a bautizar a la iglesia más cercana al hospital; me amadrinó y me puso su nombre; mi madre no intervino en nada porque estaba muy débil.
Cuando se recuperó, fue a ver a su hermano y éste, al ver a la criatura, se conmovió y la acogió de nuevo. La ayudó a alquilar una habitación en una casa; ella buscó trabajo y lo encontró como empleada de hogar interina; las horas que ella estaba fuera (todo el día prácticamente) yo me quedaba con una señora mayor que me cuidaba.
A los pocos meses, su ex novio fue a verla para conocerme, le hacía gracia haber sido padre de una niña porque sus dos hijos eran varones, pero mi madre no le dejó acercarse a mí, y ya nunca más volvió a saber de él.
Mi madre volcó en mí todo su cariño y ternura: yo fui una niña muy feliz porque fui muy querida aunque, al ser mi madre mi único referente afectivo, notaba mucho su ausencia; ella trabajaba muchas horas y podía dedicarme poco tiempo.
Cuando empecé a preguntar por papá, al ver que todas las niñas que iban al colegio conmigo lo tenían, mi madre me explicó que había muerto cuando ella estaba embarazada.
Cuando yo tenía 7 años, mi madre se casó con un señor viudo sin hijos con la condición explícita de que tenía que darme sus apellidos (yo llevaba sólo los de mi madre, lógicamente), y así se hizo. Mi padre – porque él sí ha sido mi padre- me adoptó legalmente al cabo de un tiempo y formamos una familia.
En plena adolescencia, a los 14 años, mi madre un día me contó la verdad; en un principio reaccioné mal porque no estaba emocionalmente madura para asimilarlo pero, por otra parte, al inmenso cariño que sentía por mi madre se unió la admiración por su valentía.
Mis padres se volcaron en mí; con mucho sacrificio, puesto que nuestra situación económica no era boyante, me dieron la mejor educación que pudieron. Como vivíamos en un pueblo, me llevaron interna a un colegio de religiosas del que guardo un recuerdo entrañable. Con el tiempo, me licencié, conocí a mi marido y hemos formado una familia numerosa maravillosa.
Siempre he defendido la vida desde el momento de la concepción y, por tanto, he rechazado el aborto en toda circunstancia.; actualmente, mi trabajo profesional consiste en ayudar a mujeres embarazadas que tienen dificultades para llevar adelante su embarazo, a que tengan su hijo en las mejores condiciones posibles. En cierto sentido, me parece estar devolviendo una deuda; estoy haciendo a otras personas lo que hicieron conmigo, a través de mi madre.
Mi familia, mis hijas, mis amigos, mi trabajo; en definitiva mi vida actual, feliz y plena, es fruto, en gran parte, de esa decisión difícil y valiente que mi madre tomó en su momento, y por la que siempre le estaré agradecida.