egovia, 30/06/06 - En 1845 escribía Balmes: “Quien haya de gobernar España es necesario que, además de la España religiosa y monárquica, de la España de las tradiciones, vea también la España nueva con su incredulidad e indiferencia, su afición a nuevas formas políticas, sus ideas modernas en oposición a nuestras tradiciones, que nos haga entrar en esa asimilación o fusión universal a que parece encaminarse el mundo”. Trataba de ese modo el filósofo catalán, de mediar en los permanentes conflictos entre progresistas y moderados, después del abrazo de Vergara que nunca consiguió reconciliar la sociedad de las costumbres religiosas con la sociedad de los cambios políticos y económicos. Sin embargo, dentro de aquella España tan convulsionada del siglo XIX, el análisis de aquel ilustre observador se inclinaba todavía por lo que él mismo denominaba España antigua, la cual “brilla menos que su antagonista pero puede más; no habla tanto, pero llegado el caso sabe hacer más; no se agita, no bulle tanto, pero tiene más vida, más robustez, más elementos de duración”.
Transcurridos ciento sesenta años, las prudentes advertencias de Balmes tendrían hoy plena validez a condición de que se invirtiesen los términos: el que gobierna es tentado a mirar con preferencia a una sociedad española nueva que abdica de su cultura y se muestra indiferente hacia el fenómeno religioso. De este modo, una gran parte de la sociedad (quizás muy mayoritaria) no se siente tutelada y apoyada por sus dirigentes políticos que, en el mejor de los casos la relegan, si es que no la ofenden. Ello procede de lo que algunos autores de la ciencia política han denominado “la autonomía del poder”. Esta autonomía del poder pone lo institucional, que por naturaleza debe estar al servicio de todos, a beneficio de una parte; tiende a cerrar el paso a las opciones que no sean las propias alegando que ha de cumplir un programa que le posibilitó el triunfo; favorece a sus partidarios; y puede incluso llegar a generar una violencia legal cuando la ley, llamada a ordenar la sociedad entera, es fruto de la fuerza numérica de las mayorías parlamentarias más que del acuerdo y del consenso. Cuando esto sucede –y sucede normalmente- la ley corre el peligro de perder su originalidad que es la recta razón o la racionalidad en el ordenamiento social para el bien común que no es el de unos pocos, ni el de determinados sectores, sino el de todos o, al menos, el de la mayoría más amplia posible. La medida de la ley no es el poder, sino la justicia en las relaciones sociales.
La alternancia en el poder debería servir para frenar los excesos de autonomía del poder que el partido cesante haya podido cometer. Se constata, por el contrario, que persisten los mismos excesos, acaso incrementados. Hay cambio de titular en el paquete mayoritario, pero no ampliación del accionariado.
Conviene recordar a este propósito el texto de Juan XXIII escrito en 1963: “En el campo de las instituciones humanas no puede lograrse mejora alguna si no se parte, pasa a paso, desde su propio interior. Su salvación y justicia no están en la revolución sino en la evolución concorde. La violencia destruye, no edifica, obliga a hombres y a partidos a la dura necesidad de reconstruir sobre los escombros de la discordia”
Segovia, junio de 2006
+Luis Gutiérrez
Obispo de Segovia