El hijo de la sunamita
Lectura del segundo libro de los Reyes
2R 4,8-37 (del lecc. par-impar)
En aquellos días, pasó Eliseo un día por Sunén. Vivía allí una mujer principal que le insistió en que se quedase a comer; y, desde entonces, se detenía allí a comer cada vez que pasaba.
Ella dijo a su marido:
«Estoy segura de que es un hombre santo de Dios el que viene siempre a vernos. Construyamos en la terraza una pequeña habitación y pongámosle arriba una cama, una mesa, una silla y una lámpara, para que cuando venga pueda retirarse».
Llegó el día en que Eliseo se acercó por allí y se retiró a la habitación de arriba, donde se acostó, y dijo a Guejazí, su criado:
«Llama a esta sunamita».
La llamó; ella vino y se quedó de pie ante él. Eliseo dijo entonces a su criado:
«Dile: Te has tomado todas estas molestias por nosotros..., ¿qué podemos hacer por ti?; ¿hemos de hablar en tu favor al rey, o al jefe del ejército?».
Respondió ella:
«Yo vivo tranquila entre las gentes de mi pueblo».
Tras irse se preguntó Eliseo:
«¿Qué podemos hacer entonces por ella?».
Respondió Guejazí:
«Por desgracia no tiene hijos y su marido es ya anciano».
Eliseo ordenó que la llamase. La llamó y ella se detuvo a la entrada.
Eliseo le dijo:
«El año próximo, por esta época, tú estarás abrazando un hijo».
Ella respondió:
«No, mi señor, no engañes a tu servidora».
Mas la mujer concibió, dando a luz un niño en el tiempo que le había anticipado Eliseo.
El niño creció y un día fue adonde estaba su padre con los segadores, y se quejó:
«¡Ay, mi cabeza, mi cabeza!».
El padre ordenó a un criado:
«Llévalo a su madre».
El criado tomó al niño y lo llevó a su madre. Estuvo sentado en las rodillas maternas hasta el mediodía y luego murió. Entonces ella lo subió y lo acostó sobre el lecho del hombre de Dios. Cerró la puerta y salió.
Llamó a su marido y le dijo:
«Envíame uno de los criados y una de las burras. Voy corriendo al hombre de Dios y vuelvo».
«¿Por qué vas adonde está él? Hoy no es novilunio ni sábado», preguntó él.
Pero ella se despidió:
«Paz».
Hizo aparejar la burra y dijo a su criado:
«Conduce: en marcha y no me frenes el trote, a no ser que te lo diga».
Marchó, pues, y llegó adonde estaba el hombre de Dios en el monte Carmelo.
Cuando el hombre de Dios la vio a lo lejos, dijo a su criado Guejazí:
«Ahí viene aquella mujer sunamita. Corre a su encuentro y pregúntale: “¿Estás bien? ¿Está bien tu marido? ¿Está bien el niño?”».
Ella respondió:
«Bien».
Pero cuando llegó ante el hombre de Dios, a lo alto del monte, se abrazó a sus pies. Guejazí se acercó para apartarla, pero el hombre de Dios dijo:
«Déjala, porque está pasando una amargura, pero el Señor me lo ha ocultado y no me lo ha manifestado».
Ella exclamó:
«¿Pedí yo acaso un hijo a mi señor? ¿No te dije que no me engañaras?».
Y él mandó a Guejazí:
«Ciñe tu cintura y toma mi bastón en tu mano. Si encuentras a alguien, no lo saludes, y, si alguien te saluda, no le respondas. Ve y coloca mi bastón sobre la cara del niño».
Pero la madre del niño dijo:
«¡Vive Dios! Por tu vida, no te dejaré».
Entonces él se alzó y marchó tras ella.
Llegó Guejazí antes que ellos y colocó el bastón sobre la cara del niño, pero no se escuchaba voz ni respuesta.
Se volvió al encuentro de Eliseo y le dijo:
«El niño no ha despertado».
Eliseo entró en la casa; allí estaba el niño, muerto, acostado en su lecho. Entró, cerró la puerta con ellos dos dentro y oró al Señor. Luego subió al lecho, se tumbó sobre el niño, boca con boca, ojos con ojos, manos con manos. Manteniéndose recostado sobre él la carne del niño iba entrando en calor. Pasado un rato, bajó Eliseo y se puso a caminar por la casa de acá para allá. Volvió a subirse y se recostó sobre él. Entonces el niño estornudó y abrió los ojos.
Llamó a Guejazí y le dijo:
«Llama a la sunamita».
Y la llamó. Al entrar, él le dijo:
«Toma tu hijo».
Y ella se echó a sus pies postrada en tierra. Luego, tomando a su hijo, salió.
Es fuerte el amor como la muerte
Françoise-Madeleine de Chaugy
De las Memorias escritas por la secretaria de santa Juana Francisca (Memoires sur la vie et les vertus de sainte Jeanne-Françoise de Chantal, III, 3: 3ª ed, París 1853, pp 306-307)
Cierto día, la bienaventurada Juana dijo estas encendidas palabras, que fueron en seguida recogidas fielmente:
«Hijas queridísimas, muchos de nuestros santos Padres columnas de la Iglesia no sufrieron el martirio; ¿por qué creéis que ocurrió esto?»
Después de haber respondido una por una, la bienaventurada madre dijo:
«Pues yo creo que esto es debido a que hay otro martirio , el del amor, con el cual Dios, manteniendo la vida de sus siervos y siervas, para que sigan trabajando por su gloria, los hace, al mismo tiempo, mártires y confesores. Creo que a las Hijas de la Visitación se les asigna este martirio, y algunas de ellas, si Dios así lo dispone, lo conseguirán si lo desean ardientemente.»
Una hermana preguntó cómo se realizaba dicho martirio. Juana contestó:
«Sed totalmente fieles a Dios, y lo experimentaréis. El amor divino hunde su espada en los reductos más secretos e íntimos de nuestras almas, y llega hasta separarnos de nosotros mismos. Conocí a un alma a quien el amor separó de todo lo que le agradaba, como si un tajo, dado por la espada del tirano, hubiera separado su espíritu de su cuerpo.»
Nos dimos cuenta de que estaba hablando de sí misma. Al preguntarle otra hermana sobre la duración de este martirio, dijo:
«Desde el momento en que nos entregamos a Dios sin reservas hasta el fin de la vida. Pero esto lo hace Dios sólo con los corazones magnánimos que, renunciando completamente a sí mismos, son completamente fieles al amor; a los débiles e inconstantes en el amor, no les lleva el Señor por el camino del martirio, y les deja continuar su vida mediocre, para que no se aparten de él, pues nunca violenta a la voluntad libre.»
Por último, se le preguntó, con insistencia, si este martirio de amor podría igualar al del cuerpo. Respondió la madre Juana:
«No nos preocupemos por la igualdad. De todos modos, creo que no tiene menor mérito, pues es fuerte el amor como la muerte, y los mártires de amor sufren dolores mil veces más agudos en vida, para cumplir la voluntad de Dios, que si hubieran de dar mil vidas para testimoniar su fe, su caridad y su fidelidad.»