El Amigo de los hombres se ha hecho hombre, naciendo de la Virgen
San Proclo de Constantinopla
sobre la Natividad del Señor, 1-2 (PG 65,843-846)
Alégrense los cielos, y las nubes destilen la justicia, porque el Señor se ha apiadado de su pueblo. Alégrense los cielos, porque, al ser creados en el principio, también Adán fue formado de la tierra virgen por el Creador, mostrándose como amigo y familiar de Dios. Alégrense los cielos, porque ahora, de acuerdo con el plan divino, la tierra ha sido santificada por la encarnación de nuestro Señor, y el género humano ha sido liberado del culto idolátrico. Las nubes destilen la justicia, porque hoy el antiguo extravío de Eva ha sido reparado y destruido por la pureza de la Virgen María y por el que de ella ha nacido, Dios y hombre juntamente. Hoy el hombre, cancelada la antigua condena, ha sido liberado de la horrenda noche que sobre él pesaba.
Cristo ha nacido de la Virgen, ya que de ella ha tomado carne, según la libre disposición del plan divino: La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros; por esto, la Virgen ha venido a ser madre de Dios. Y es virgen y madre al mismo tiempo, porque ha dado a luz a la Palabra encarnada, sin concurso de varón; y, así, ha conservado su virginidad por la acción milagrosa de aquel que de este modo quiso nacer. Ella es madre, con toda verdad, de la naturaleza humana de aquel que es la Palabra divina, ya que en ella se encarnó, de ella salió a la luz del mundo, identificado con nuestra naturaleza, según su sabiduría y voluntad, con las que obra semejantes prodigios. De ellos según la carne, nació el Mesías, como dice san Pablo.
En efecto, él fue, es y será siempre el mismo; mas por nosotros se hizo hombre; el Amigo de los hombres se hizo hombre, sin sufrir por eso menoscabo alguno en su divinidad. Por mí se hizo semejante a mí, se hizo lo que no era, aunque conservando lo que era. Finalmente, se hizo hombre, para cargar sobre sí el castigo por nosotros merecido y hacernos, de esta manera, capaces de la adopción filial y otorgarnos aquel reino, del cual pedimos que nos haga dignos la gracia y misericordia del Señor Jesucristo, al cual, junto con el Padre y el Espíritu Santo, pertenece la gloria, el honor y el poder, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
María, madre de Cristo y madre de los cristianos
Beato Guerrico de Igny, abad
Sermón 1 en la Asunción de santa María (PL 185,187-189)
Un solo hijo dio a luz María, el cual, así como es Hijo único del Padre celestial, así también es el hijo único de su madre terrena. Y esta única virgen y madre, que tiene la gloria de haber dado a luz al Hijo único del Padre, abarca, en su único hijo, a todos los que son miembros del mismo; y no se avergüenza de llamarse madre de todos aquellos en los que ve formado o sabe que se va formando Cristo, su hijo.
La antigua Eva, más que madre madrastra, ya que dio a gustar a sus hijos la muerte antes que la luz del día, aunque fue llamada madre de todos los que viven, no justificó este apelativo; María, en cambio, realizó plenamente su significado, ya que ella, como la Iglesia de la que es figura, es madre de todos los que renacen a la vida. Es, pues, en efecto, madre de aquella Vida por la que todos viven, pues al dar a luz esta Vida, regeneró, en cierto modo, a los que habían de vivir por ella.
Esta santa madre de Cristo, como sabe que, en virtud de este misterio, es madre de los cristianos, se comporta con ellos con solicitud y afecto maternal, y en modo alguno trata con dureza a sus hijos, como si no fuesen ya suyos, ya que sus entrañas, una sola vez fecundadas, aunque nunca agotadas, no cesan de dar a luz el fruto de piedad.
Si el Apóstol de Cristo no deja de dar a luz a sus hijos, con su solicitud y deseo piadoso, hasta que Cristo tome forma en ellos, ¿cuánto más la madre de Cristo? Y Pablo los engendró con la predicación de la palabra de verdad con que fueron regenerados; pero María de un modo mucho más santo y divino, al engendrar al que es la Palabra en persona. Es, ciertamente, digno de alabanza el ministerio de la predicación de Pablo; pero es más admirable y digno de veneración el misterio de la generación de María.
Por eso, vemos cómo sus hijos la reconocen por madre, y así, llevados por un natural impulso de piedad y de fe, cuando se hallan en alguna necesidad o peligro, lo primero que hacen es invocar su nombre y buscar refugio en ella, como el niño que se acoge al regazo de su madre. Por esto, creo que no es un desatino el aplicar a estos hijos lo que el profeta había prometido: Tus hijos habitarán en ti; salvando, claro está, el sentido originario que la Iglesia da a esta profecía.
Y, si ahora habitamos al amparo de la madre del Altísimo, vivamos a su sombra, como quien está bajo sus alas, y así después reposaremos en su regazo, hechos partícipes de su gloria. Entonces resonará unánime la voz de los que se alegran y se congratulan con su madre: Y cantarán mientras danzan: «Todas mis fuentes están en ti», Madre de Dios.
Adán y Cristo, Eva y María
San Juan Crisóstomo, obispo
Sobre el cementerio y la cruz, 2 (PG 49,396)
¿Te das cuenta, qué victoria tan admirable? ¿Te das cuenta de cuán esclarecidas son las obras de la cruz? ¿Puedo decirte algo más maravilloso todavía? Entérate cómo ha sido conseguida esta victoria, y te admirarás más aún. Pues Cristo venció al diablo valiéndose de aquello mismo con que el diablo había vencido antes, y lo derrotó con las mismas armas que él había antes utilizado. Escucha de qué modo.
Una virgen, un madero y la muerte fueron el signo de nuestra derrota. Eva era virgen, porque aún no había conocido varón; el madero era un árbol; la muerte, el castigo de Adán. Mas he aquí que, de nuevo, una Virgen, un madero y la muerte, antes signo de derrota, se convierten ahora en signo de victoria. En lugar de Eva está María; en lugar del árbol de la ciencia del bien y del mal, el árbol de la cruz; en lugar de la muerte de Adán, la muerte de Cristo.
¿Te das cuenta de cómo el diablo es vencido en aquello mismo en que antes había triunfado? En un árbol el diablo hizo caer a Adán; en un árbol derrotó Cristo al diablo. Aquel árbol hacía descender a la región de los muertos; éste, en cambio, hace volver de este lugar a los que a él habían descendido. Otro árbol ocultó la desnudez del hombre, después de su caída; éste, en cambio, mostró a todos, elevado en alto, al vencedor, también desnudo. Aquella primera muerte condenó a todos los que habían de nacer después de ella; esta segunda muerte resucitó incluso a los nacidos anteriormente a ella. ¿Quién podrá contar las hazañas de Dios? Una muerte se ha convertido en causa de nuestra inmortalidad: éstas son las obras esclarecidas de la cruz.
¿Has entendido el modo y significado de esta victoria? Entérate ahora cómo esta victoria fue lograda sin esfuerzo ni sudor por nuestra parte. Nosotros no tuvimos que ensangrentar nuestras armas, ni resistir en la batalla, ni recibir heridas, ni tan siquiera vimos la batalla, y con todo, obtuvimos la victoria; fue el Señor quien luchó y nosotros quienes hemos sido coronados. Por tanto, ya que la victoria es nuestra, imitando a los soldados, cantemos hoy, llenos de alegría, las alabanzas de esta victoria, y alabemos al Señor, diciendo: La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?
Éstos son los admirables beneficios de la cruz en favor nuestro: la cruz es el trofeo erigido contra los demonios, la espada contra el pecado, la espada con la que Cristo atravesó a la serpiente; la cruz es la voluntad del Padre, la gloria de su Hijo único, el júbilo del Espíritu Santo, el ornato de los ángeles, la seguridad de la Iglesia, el motivo de gloriarse de Pablo, la protección de los santos luz de todo el orbe.
María, tipo de la Iglesia
Concilio Vaticano II
Lumen Gentium 63-65
La bienaventurada Virgen, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, como ya enseñaba san Ambrosio, a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo.
Porque en el misterio de la Iglesia, que con razón también es llamada madre y virgen, la bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando, en forma eminente y singular, el modelo de la virgen y de la madre, pues, creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como nueva Eva, prestando fe, no adulterada por duda alguna, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó como primogénito de muchos hermanos, a saber: los fieles a cuya generación y educación coopera con materno amor.
Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es hecha madre, por la palabra de Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo, engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo e, imitando a la madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad.
Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga, los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo al pecado; y, por eso, levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes. La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contemplándola en la luz de la Palabra hecha hombre, llena de veneración, entra más profundamente en el sumo misterio de la encarnación y se asemeja más y más a su Esposo.
Porque María, que, habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación, en cierta manera une y refleja en sí las más grandes exigencias de la fe, mientras es predicada y honrada, atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio y hacia el amor del Padre. La Iglesia, a su vez, buscando la gloria de Cristo, se hace más semejante a su excelso modelo, progresando continuamente en la fe, la esperanza y la caridad, buscando y obedeciendo en todas las cosas la divina voluntad.
Por lo cual, también en su obra apostólica, con razón la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que, por la Iglesia, nazca y crezca también en los corazones de los fieles. La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno que debe animar también a los que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan para regenerar a los hombres.
La bendición del Padre ha brillado para los hombres por medio de María
San Sofronio, obispo
De los sermones en la Anunciación de la Santísima Virgen (Sermón 2, 21-22;26: PG 87, 3, 3242, 3250)
Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. ¿Y qué puede ser más sublime que este gozo, oh Virgen Madre?
¿O qué cosa puede ser más excelente que esta gracia, que, viniendo de Dios, tú sólo has obtenido? ¿Acaso se puede imaginar una gracia más agradable o más espléndida? Todas las demás no se pueden comparar a las maravillas que se realizan en ti; todas las demás son inferiores a tu gracia; todas, incluso las más excelsas, son secundarias y gozan de una claridad muy inferior.
El Señor está contigo. ¿Y quién es el que puede competir contigo? Dios proviene de ti; ¿quién no te cederá el paso, quién habrá que no te conceda con gozo la primacía y la precedencia? Por todo ello, contemplando tus excelsas prerrogativas, que destacan sobre las de todas las creaturas, te aclamo con el máximo entusiasmo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. Pues tú eres la fuente del gozo no sólo para los hombres, sino también, para los ángeles del cielo.
Verdaderamente, bendita tú entre las mujeres, pues has cambiado la maldición de Eva en bendición; pues has hecho que Adán, que yacía postrado por una maldición, fuera bendecido por medio de ti.
Verdaderamente, bendita tú entre las mujeres, pues por medio de ti la bendición del Padre ha brillado para los hombres y los ha liberado de la antigua maldición.
Verdaderamente, bendita tú entre las mujeres, pues por medio de ti encuentran la salvación tus progenitores; pues tú has engendrado al Salvador, que les concederá la salvación eterna.
Verdaderamente, bendita tú entre las mujeres, pues sin concurso de varón has dado a luz aquel fruto que es bendición para todo el mundo, al que ha redimido de la maldición que no producía sino espinas.
Verdaderamente, bendita tú entre las mujeres, pues a pesar de ser una mujer, creatura de Dios como todas la demás, has llegado a ser, de verdad, Madre de Dios. Pues lo que nacerá de ti es, con toda verdad, el Dios hecho hombre, y, por lo tanto, con toda justicia y con toda razón, te llamas Madre de Dios, pues de verdad das a luz a Dios.
Tú tienes en tu seno al mismo Dios, hecho hombre en tus entrañas, quien, como un esposo, saldrá de ti para conceder a todos los hombres el gozo y la luz divina.
Dios ha puesto en ti, oh Virgen, su tienda como en un cielo puro y resplandeciente. Saldrá de ti como el esposo de su alcoba e, imitando el recorrido del sol, recorrerá en su vida el camino de la futura salvación para todos los vivientes, y, extendiéndose de un extremo a otro del cielo, llenará con calor divino y vivificante todas las cosas.
María, madre nuestra
San Elredo de Rievaulx, abad
De los sermones en la Natividad de santa María (Sermón 20: PL 195,322-324)
Acudamos a la esposa del Señor, acudamos a su madre, acudamos a su más perfecta esclava. Pues todo esto es María
¿Y qué es lo que le ofrecemos? ¿Con qué dones le obsequiaremos? ¡Ojalá pudiéramos presentarle lo que en justicia le debemos! Le debemos honor, porque es la madre de nuestro Señor. Pues quien no honra a la madre sin duda que deshonra al hijo. La Escritura, en efecto, afirma: Honra a tu padre y a tu madre.
¿Qué es lo que diremos, hermanos? ¿Acaso no es nuestra madre? En verdad, hermanos, ella es nuestra madre. Por ella hemos nacido no al mundo, sino a Dios.
Como sabéis y creéis, nos encontrábamos todos en el reino de la muerte, en el dominio de la caducidad, en las tinieblas, en la miseria. En el reino de la muerte, porque habíamos perdido al Señor; en el dominio de la caducidad, porque vivíamos en la corrupción; en las tinieblas, porque habíamos perdido la luz de la sabiduría, y, como consecuencia de todo esto, habíamos perecido completamente. Pero por medio de María hemos nacido de una forma mucho más excelsa que por medio de Eva, ya que por María ha nacido Cristo. En vez de la antigua caducidad, hemos recuperado la novedad de vida; en vez de la corrupción, la incorrupción; en vez de las tinieblas, la luz.
María es nuestra madre, la madre de nuestra vida, la madre de nuestra incorrupción, la madre de nuestra luz. El Apóstol afirma de nuestro Señor: Dios lo ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención.
Ella, pues, que es madre de Cristo, es también madre de nuestra sabiduría, madre de nuestra justicia, madre de nuestra santificación, madre de nuestra redención. Por lo tanto, es para nosotros madre en un sentido mucho más profundo aún que nuestra propia madre según 1 carne. Porque nuestro nacimiento de María es mucho mejor, pues de ella viene nuestra santidad, nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación, nuestra redención.
Afirma la Escritura: Alabad al Señor en sus santos. Si nuestro Señor debe ser alabado en sus santos, en los que hizo maravillas y prodigios, cuánto más debe ser alabado en María, en la que hizo la mayor de las maravillas, pues él mismo quiso nacer de ella.
La maternidad de María en la economía de la gracia
Concilio Vaticano II
Lumen géntium, 61-62
La Santísima Virgen, desde toda la eternidad, fue predestinada como Madre de Dios, al mismo tiempo que la encarnación del Verbo, y por disposición de la divina providencia fue en la tierra la madre excelsa del divino Redentor y, de forma singular, la generosa colaboradora entre todas las creaturas y la humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando él moría en la cruz, cooperó de forma única en la obra del Salvador, por su obediencia, su fe, su esperanza y su ardiente caridad, para restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por todo ello es nuestra madre en el orden de la gracia.
Ya desde el consentimiento que prestó fielmente en la anunciación y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta el momento de la consumación final de todos los elegidos, pervive sin cesar en la economía de la gracia esta maternidad de María.
Porque, después de su asunción a los cielos, no ha abandonado esta misión salvadora, sino que con su constante intercesión continúa consiguiéndonos los dones de salvación eterna.
Con su amor materno, vela sobre los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y que se encuentran en peligro y angustia, hasta que sean conducidos a la patria del cielo. Por todo ello, la bienaventurada Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de abogada, auxiliadora, socorro, mediadora. Sin embargo, estos títulos hay que entenderlos de tal forma que no disminuyan ni añadan nada a la dignidad y eficacia de Cristo, único mediador.
Ninguna creatura podrá nunca compararse con el Verbo encarnado, Redentor nuestro. Pero así como el sacerdocio de Cristo se participa de diversas formas, tanto por los ministros sagrados como por el pueblo fiel, y así como la única bondad divina se difunde realmente dé formas diversas en las creaturas, igualmente la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las creaturas diversas clases de cooperación, participada de la única fuente.
La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador.