Mi vocación misionera surgió en un momento de mi vida en el que sentía un deseo de una mayor entrega por mi parte. Tenía 16 años. Delante de mí veía y escuchaba testimonios de mucha radicalidad: sacerdotes obreros, testimonios misioneros y obras iniciadas por sacerdotes en el campo educativo como la Escuela Profesional de Musquiz, en Vizcaya. Yo estaba en el Seminario Menor de Bilbao. Dos de mis formadores marcharon a misiones y ya entonces leía escritos de grandes misioneros. Las experiencias de misioneros me entusiasmaban. Todo bullía en dirección a la misión. Y fui sintiendo, de forma cada vez más intensa, la necesidad de servir a los más pobres. Solo faltaba dar forma a aquello. Hijo de emigrantes en el País Vasco, los horizontes estaban abiertos, aunque todo esto lo veo ahora, a distancia.
Apareció por ese tiempo en Mundo Negro el testimonio de los mártires de la Rebelión Mulelista en R. D. de Congo (ver Mundo Negro diciembre 2014 pp. 30-35) entre los que había misioneros combonianos. Uno de los que se salvó, el Hno. Mosca –con el que luego he coincidido en República Centroafricana y en Chad– apareció en la revista en una bonita foto, en blanco y negro, a toda plana. Y me dije: “Yo podría ser uno de ellos, y continuar el trabajo que ellos dejan”. Y eso fue madurando.
Un grupo de jóvenes seminaristas nos reuníamos con esta misma inquietud, lo que me sostuvo y ayudó a superar dificultades, junto a la ayuda de mi director espiritual... Después de cierto tiempo me dijo: “Puedes continuar, creo que hay en ti una vocación misionera”.
Aparecieron desafíos y dudas, empezando por mí mismo, que debía desentrañar algunas oscuridades y responder determinadas preguntas. ¿Será una ilusión? ¿Me querrá el Señor para esto? ¿Tendré la fuerza suficiente? Y además, ¿cómo decirlo en casa? El desconcierto en mi familia se fue disipando también.
Pero también aparecieron las alegrías. La primera, la que iba por dentro, como una decisión asumida que da pie a iniciar el camino. Sin signos llamativos, sin sueños especiales. Como cualquier joven que toma la vida en su mano, de una forma sencilla.
El ‘sí’ interior
Sentía que tenía que mantener viva —siempre y junto a otros— aquella luz que apenas vislumbrada. Estaba suscrito a Mundo Negro. Fui al noviciado y viví los años de formación diciéndome que ese podía ser mi camino. Más tarde, con 21 años, sentí que daba un ‘sí’ interior que me llenaba de alegría. No fue aquel un momento de éxtasis momentáneo y fugaz, sino un período largo. Estaba empezando Teología, y se afirmaba dentro de mí que ‘todo’ eran los más pobres, la misión, cuando y donde el Señor quisiese.
Comboni y todo lo que implica ser comboniano fue viniendo con el tiempo, lentamente, como un traje a medida que va necesitando arreglos. La espiritualidad comboniana ha llegado aún más tarde, sin resistencias pero sin grandes pasiones. Y la metodología misionera comboniana ha aparecido mucho después, en la misión, en la forma de hacer misión, queriendo buscar nuestra especificidad. He bebido en diversas fuentes. Además de Daniel Comboni he buscado en los escritos de Charles de Foucauld, Thérèse de Lisieux, Ignacio, y en otros como Bonhoeffer, que aún me acompañan en la misión.
El contacto con la Misión
Cuando recuerdo el primer encuentro con la misión me parece que fue el otro día. He vivido en Chad en tres misiones diferentes, en tres grandes parroquias: en Doba, en Lai-Deressia y en Donomanga, esta última desde hace 3 años.
En mi vida misionera he vivido muy volcado con la gente, siempre con el deseo de mejorar lo que estábamos haciendo y con el sentimiento de estar viviendo algo muy noble. Desde el principio, me encontré con el gran don de los compañeros de misión, los primeros diez combonianos que empezamos en Chad. Estábamos en misiones distantes, pero nos encontrábamos con una cierta frecuencia y llevábamos el deseo de responder a los desafíos de la misión. Eran compañeros admirables, de buen talante.
En mi experiencia misionera ha sido muy satisfactoria la respuesta de la gente y, de manera especial, de los jóvenes. He acompañado a algunos de ellos que han respondido al Señor y que hoy son laicos comprometidos, sacerdotes o religiosos. Doy gracias al Señor por ello. La misión te da la oportunidad de pintar obras que no firmas. Se van haciendo cosas, pero lo más grande son las personas a las que he visto crecer humana y espiritualmente.
No menos satisfactorio ha sido ver emerger laicos, adultos o jóvenes en los movimientos, en las comunidades eclesiales de base, y haber hecho que el Señor les marcase y que continúen dentro de la Iglesia ya adultos y profesionales.
Sabor agridulce
Los sinsabores, las cruces, han acompañado también la misión. La primera, la mía. El ser occidental, más frágil y más racional no facilita las cosas. He tenido que cuidarme de activismos. Las muchas veces en las que he querido que las cosas caminasen a mi ritmo… y me he dado algún tortazo. Otras cruces las ponía la evangelización misma, las resistencias profundas, los choques con el anuncio del Evangelio. Esto tiene rostros concretos.
Cuando unas mujeres han sido acusadas de brujería, te pones de su parte y sientes que delante hay un muro cultural muy denso que hay que franquear. Siempre he sentido que la cruz y la misión van juntas. Otras veces uno pierde el sueño y la paciencia por una hambruna que llega, por una injusticia que presencia impotente, aunque sin tirar la toalla.
Siempre he dado gracias a Dios y a los Misioneros Combonianos porque me han dado la oportunidad de vivir la Misión, y entre ellos he encontrado lugares, personas y medios para llevar adelante esta llamada del Señor. Esto es algo muy grande. Es una forma de vida que llena la existencia, que me ha hecho feliz al darme a los demás. He puesto mi voz, y lo que íbamos cantando sonaba bien. Y sigue sonando bien.
Qué suerte la de sentirse uno a gusto entre la gente, con las personas para las que estás ahí. No sé si esto dice mucho de cómo he querido vivir hasta ahora: una vida que está para lo que está, deseando lo mejor para la gente, sufriendo, gozando y sintiendo en el servicio misionero. La misión va cambiando, los porqués, el cómo, nosotros como comunidades apostólicas… Todo se va renovando. Es muy grande estar ahí, con pasión y con sentido.
A los que sienten inquietud, a los que están de camino, a los más jóvenes me gustaría decirles que busquen. Que no se conformen con mediocridades. Que la vocación misionera es una vocación abierta. Da alas a todas las formas de vida para servir y realizarse (llenar la vida de la manera más noble) amando.
La mies es enorme, se lo digo también a los jóvenes chadianos, “pero pocos los escogidos”, es como una vocación específica. Es un don a acoger si el Señor te lo da.